El sol entra por el ventanal
parcheado con cinta adhesiva. Abro los ojos. El cielo es bicolor. Una franja
anaranjada separa el agua del cielo. La arena parece azúcar y por ella husmean mamá
cerda y seis cerditos peludos. Me levanto y veo por la derecha un ternero que
corre alocado colina abajo. Por un momento parece un perro y regresa hasta
donde está su madre, que camina despacio. Pablo, el único vecino que hay a pie
de playa, tardará un rato en aparecer. Noe y Ainhoa, burgalesa y bilbaína,
charlan en el piso de arriba. Comienza el octavo día en la Isla del Sol, que
nos ha atrapado sin remedio.
Quizá no sea la isla, sino el inmenso lago que, a casi cuatro mil metros de altitud, brilla bajo el sol del mediodía, salpicado de islas, barquitas a remos y de algún criadero de truchas. En la casa no hay electricidad, aunque llegó a la isla hace un par de años. El agua viene de un manantial y por primera vez desde que pisé este continente, se puede beber sin hervir. Tenemos cocina a gas y aprovechamos para desayunar contundentemente. Hay hasta cafetera. El día se pasa como el resto: charlando, sin prisa, dando un paseo. Disfrutando de estar, de no oír ruidos de motores, sino cantos de pájaros desconocidos, rebuznos de burros que vienen a pedirte una caricia o mugidos de vacas que esperan en el camino a que las dejes pasar para irse a su casa.
Quizá no sea la isla, sino el inmenso lago que, a casi cuatro mil metros de altitud, brilla bajo el sol del mediodía, salpicado de islas, barquitas a remos y de algún criadero de truchas. En la casa no hay electricidad, aunque llegó a la isla hace un par de años. El agua viene de un manantial y por primera vez desde que pisé este continente, se puede beber sin hervir. Tenemos cocina a gas y aprovechamos para desayunar contundentemente. Hay hasta cafetera. El día se pasa como el resto: charlando, sin prisa, dando un paseo. Disfrutando de estar, de no oír ruidos de motores, sino cantos de pájaros desconocidos, rebuznos de burros que vienen a pedirte una caricia o mugidos de vacas que esperan en el camino a que las dejes pasar para irse a su casa.
El lago Titicaca es un lugar
especial. En su parte peruana, los turistas llegan a Puno y casi sin tiempo
para descubrir la ciudad, embarcan a ver las islas de los Uros, islas flotantes
hechas de totora (una especie de junco). Amantaní y Taquile también se pueden
visitar. Las comunidades se han puesto de acuerdo para ofrecer alojamiento en
sus casas a los turistas que quieran quedarse y rotativamente se los reparten.
Te ofrecen alojamiento y pensión completa por unos ocho euros y la experiencia
de pasar con ellos una noche.
Lo llaman turismo vivencial.
Pero no todo son
islas. Los pueblos de alrededor también son interesantes y como pasa siempre
que sales de las cuatro cosas que aparecen en todas las guías, mucho más
auténticas. Como intentar llegar a Socca en domingo, día de mercado en la más
grande Acora. Al llegar al mercado, las mamis venden las marionetas de dedo que
han ido tejiendo a lo largo de la semana. Las mujeres solteras de las
comunidades apartadas, lucen un gorro de lana multicolor, que se estira hasta
casi la altura de la cintura y las bordea la cara haciendo ondas del color del
arcoiris. Abuelos arrugados y sin dientes que mascan coca, llevan su bolsita de
pan.
Otras mamis venden ojotas (zapatillas de neumático) o tubérculos de nombre
impronunciable, totalmente diferentes a los que la zona de Cuzco. Se escucha
Aymara, que se me antoja más suave que el Quechua. Y cuando encuentro la combi
que me llevará a Socca, me vuelvo a sentir afortunada. Sólo gente local, que me
mira asombrada, que pronto me dicen algo y reímos juntos. Y el abuelo arrugado
que me hace recordar al mío, que me indica el camino de cómo llegar a esa
montaña donde ver una espectacular panorámica del lago.
Niños que se ruborizan
cuando les dirijo la palabra, un perro que me acompaña durante el camino de
vuelta, un abuelo con el que comparto una mandarina después de una charleta
antes de desandar el camino. Momentos sencillos con gente sencilla que me cuenta
cómo van las cosechas, el cambio del clima, o la llegada del tractor a hacer la
vida más fácil cuando los jóvenes ya se han ido todos del campo.
Pasar de ocho días en la
tranquilidad total de la Isla, a la locura del centro de Lima se me ha hecho
cuesta arriba. Pero hay que seguir. Este mes ejerzo de turista, que para eso
ha venido mi amigo Joseba. Pero ya estoy echando de menos el estar, el vivir y
el compartir que da el no tener prisa y vivir sin saber lo que vas a hacer al
día siguiente.
Disfrutad mucho del día.
¡Escenas idilicas donde las halla! Paisajes igualmente de fabula... Descripcion novelada de experiencias inolvidables.
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