Todavía en el sur, me llega la propuesta de unirme a un par de días de caminata por el monte en el norte de Burgos. Aunque no sé si estaré cansada, digo que sí. Tengo ganas de monte y seguro que la compañía es especial.
Viajamos en un día de primavera donde el sol nos acompaña por carreteras secundarias. Y nuestras mentes vuelven al Camino, hace tantos años, entre colinas verdes de trigo peinado por el viento, solitarios árboles mecidos por el viento y alguna nube despistada que corre hacia ninguna parte.
Oña es como volver a casa, a una casa poco visitada y que a mis ojos se les antoja nueva. Su antiguo psiquiátrico, su torreón, sus calles estrechas, sus montañas que encajonan y que guardan secretos antiguos que no quedaron plasmados en los libros.
Y pasear significa subir y bajar, una y otra vez. Pararnos a observar una pequeña flor, un haya nacido entre las rocas, un madroño, una "planta" que deja de serlo para convertirse en un nombre latino que ya he olvidado. Tumbarnos sobre la hierba. Sentirla en nuestros pies. Saltar intentando esa foto que nunca sale. Reír. Tanto. Y cantar. Y bailar. Bailar como que no hubiera mañana. Hablar de lo humano y lo divino. Esperar a que una mariposa decida seguir su vuelo. Observar una babosa besar a una luciérnaga. Escuchar un carpintero y el rumor del viento. Sentirnos en la cima del mundo. Pincharnos entre la maleza. Buscar tejos milenarios sin éxito. Compartir una bota de vino. Una siesta con la mejor vista. Un silencio sonreído. Y prados de violetas, porque son las flores preferidas de uno de nosotros. Y celdas de eremitas junto a un río, donde los pétalos de un almendro te rozan la cara al caer y se te eriza la piel. La llamada justa en el momento justo. Una cerveza. Una buena cena. Y otro baile de despedida.
Apenas día y medio que hace que me re-enamore de mi tierra. De estos paisajes tan cercanos que me hacen volar tan lejos. Y pensar en toda esa gente que va llenando poco a poco mi vida y mi corazón.
Gracias, chicos, por dos días maravillosos.