Volvemos hacia casa después de un café y un momento dulce. Con su pelo rubio recogido en un moño y la barba del color de su piel tostada por el sol, canta al viento, sin miedo, con energía, guitarra en mano, funda en el suelo donde brillan monedas doradas que no le llegarán para comer, o quizá sí. Las miro, me cruzo con su mirada sin poder evitar una sonrisa. Se cruza con la mía sin parar de cantar y sonríe también él con su frescura veinteañera y sus ojos llenos de paisajes y puestas de sol. No llevo monedas, sé que lo sabe y sigo caminando. Dos pasos después me vuelvo de nuevo y me resuenan sus palabras en el corazón, lo miro a los ojos otra vez más y mientras sigo caminando lo veo sonreirme en la distancia, con una sonrisa sincera, cantando para mí, reconociendo quizá también en mis ojos, los paisajes y las puestas de sol acumuladas.
Y admiro su juventud y valentía. Y deseo encontrármelo un par de horas más tarde y escuchar su historia, compartir un momento y atesorarlo, guardarlo en el rincón de los momentos que te hacen amar la vida.
Y deseo, por primera vez desde la vuelta a casa, soltar el miedo, recomenzar ruta y seguir acumulando canciones, paisajes, gentes y puestas de sol.
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