Entre los muchos pueblos que hay en la comarca para visitar, decido acercarme a Barberá de la Conca, pueblo que da nombre a la comarca, por el hecho de que en el mapa que me dio Ramón de la zona, hablan de visitas guiadas al castillo de los templarios. Llego con 20 minutos de adelanto, sin saber de dónde salen las visitas, ni haber avisado, ya que siendo una persona sola, “no hace falta”, como me dijeron en la oficina de turismo de Montblanc. El pueblo está en medio del valle, lo que parece una pequeña montaña y sus faldas. En lo más alto, la iglesia y el castillo. Aparco en la parte baja, y sin saber muy bien dónde ir, me encamino hacia el Castillo. El pueblo de callejuelas estrechas y empinadas, te sorprende con arcos en medio de las calles, que forman pasadizos o puentes, soportando casas enormes de vigas de madera. Es fácil imaginarse a gente vestida de regional, el agua sucia de las casas corriendo por las calles, los caballeros templarios paseando a caballo por sus empinadas calles.
No hay indicios de visita guiada, ni de nada que se le parezca. Por suerte, sale una chica de una casa. Rondará los cuarenta y tantos. La pregunto si sabe de dónde salen las visitas. “De la cooperativa”, responde con seguridad. “Pero espera que te lo pregunto”. No entiendo el por qué necesitar una afirmación a lo que ya sabe, pero espero bajo el sol mientras vuelve a casa. “Ramón… las visitas….?”. Vuelve a aparecer. Me indica cómo ir. Estoy en lo más alto del pueblo, tengo que volver a bajar. “Al fondo, a la derecha”. Doy las gracias y echo a andar… en un momento dado, un coche se pone a mi lado, y me sigue unos metros, a mi paso… sigo andando sin hacer caso hasta que vuelvo la cabeza y miro dentro… es la chica de antes, haciendo un gesto con la mano, que indica sube, que te llevo. No pita, solo me sigue hasta que me doy cuenta. Me acerca hasta la Agrobotica (la tienda de la cooperativa agrícola) en su coche y se asegura de que entro bien antes de marcharse.
Dentro, pregunto por las visitas guiadas. María, la dependienta, me regala una sonrisa y me dice que si no he avisado antes, a lo que respondo con una negativa. Me tiende una tarjeta de un alojamiento rural y llamo. Parece que hay tres guías que se van turnando. Al otro lado, una voz vivaracha a la que explico que estoy yo sola, que no hay nadie más. “Pues seremos tú y yo solos”. Quince minutos después, aparece Ramón, el mismo al que antes habían preguntado de dónde salían las visitas. “Yo estoy de vacaciones, pero el oficial no aparece, así que encantado de explicártelo. Qué quieres, ¿la visita general o solo el castillo?”. Él mismo decide que me va a explicar la visita general. Se recrea en la historia del pueblo, van cayendo uno tras otro Jaume I el Conquistador, diversas familias poderosas, los templarios, los hospitalarios, Mendizábal, la Guerra Civil, Sarasola el poeta… pero también el abogado que compró la casa del señor del pueblo, que era gay y mayor y la puso a nombre de su novio, muchos años más joven que él, pero que enfermó y murió y la historia de la herencia; la Señora Nuria, depositaria de la llave de la iglesia, Makoto, japonesa que apareció en bicicleta por el pueblo y nadie sabe muy bien cómo lleva dos meses ayudando a Ester, la dueña del bar y dando masajes estupendos por la voluntad… y vemos la iglesia, y vemos el castillo del siglo XI y la historia de nunca acabar del mismo, y acabamos en la bodega modernista construida por un discípulo de Gaudí, en los desagües del agua sucia, ahora despensa donde se colocan las botellas del cava y una vez fermentada, cada día, durante doce consecutivos, se les da un cuarto de vuelta para poder quitar los posos antes de encorcharlas. Cinco euros y dos horas después, me despido con la promesa de que cuando pasen por Burgos el año que viene, en el tramo del camino de Santiago que les corresponde, les llevaré a comer lechazo o por lo menos, al Patillas. Y a María, que además de atender la tienda y dar la vuelta a las botellas de cava y etiquetarlas, termino comprándola unas ricas botellas de vino blanco y una de “el mejor cava que tenemos”, que seguro que sólo por el cariño con el que habla de ello, tiene que estar espectacular.
Una última vuelta por el pueblo para hacer cuatro fotos con mi tarjeta llena, hace que alguien me cuente que había otro arco tan curioso como el de la casa del abogado, por un lado románico y por el otro gótico, pero que lo tiraron por “viejo”. Y que los tractores se los vendía un tal Julián Alonso, en Lerma, fíjate qué casualidad.
Otra vez, me quedo con la sensación de que tengo que volver. Y otra vez, asumo que igual es la primera pero la última vez que paso por ese precioso pueblo donde la gente se saluda y te cuenta un chascarrillo al pasar a su lado. O quizá no.
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