Ramón
me hace esperar un rato porque justo ha llegado una habitación. Mientras
espero, observo el pueblo un poco más detalladamente y me doy cuenta de que
hay dos tipos de casas. Las totalmente
abandonadas y las que están a todo lujo de detalle. Nada intermedio.
Llega
como es, tranquilo y abre una puerta que da al sótano de la casa donde vive. En
una mitad vive él con su mujer y sus hijos y la otra la ha convertido en casa
rural para seis personas. El sitio está lleno de artilugios para hacer vino. En
cada rincón se amontonan cosas difíciles de ver… un tonel del siglo quince, en
el que todavía las tablas no están rodeadas de metal, sino de madera, porque el
metal era muy caro. Una prensa desmontable, despalilladoras manuales
reconvertidas en eléctricas gracias a una molino de viento que todavía está
instalado en la casa y más tarde a un grupo electrógeno, una romana pesa
toneles también desmontable, un artilugio para arrancar las cepas muertas por
la enfermedad de difícil nombre que azotó Europa y mató casi todas, la exención
de impuestos a su tatarabuelo después de la enfermedad, alambiques, medidores
de acidez, de grado alcohólico, cacillos, toda suerte de recipientes para
transportar uva (de madera, de ruedas de camión…), arados romanos, sulfatadoras
manuales y más nuevas… estamos más de una hora mirando, explicándome,
intentando comparar con lo poco que yo conozco… y pasamos a ver las cups, o el
lagar donde se fermentaba la uva con el hollejo. Tan distinto a lo nuestro.
Recubierto de azulejo, ideal para limpiar, tiene hasta siete cups, ahora
comunicados porque así lo ha querido Ramón y donde, al fondo, guardan una
colección de vino desde 1902 hasta la época.
Confiesa
que el abuelo todavía hace aguardiente con el hollejo de un amigo que tiene una
bodega ecológica, del que me va a dar una botellita, me regala una de vino
ecológico y unos tomates de la huerta, a la que no hecha nada (la cuida el
abuelo y la hace cosas con ortigas… algo que me recuerda a Matavenero..).
Y me
decido a acercarme a la bodega del tal Joan Ramón (sí, era un nombre de la zona
que ha ido pasando de padres a hijos, como en el caso de Ramón, que desde su
tatarabuelo así es, y así se llama su hijo, claro), a ver si aprendo algo. Y me
recibe un negrito que le cuida la finca (yo hago de todo, la viña, pongo etiquetas,
limpio…) y que no sabe qué vino de los 5 que tiene me va a gustar más. Y cuando
ya me decido por una botella del más caro (14 euros!), aparece el dueño. Es
joven aunque con el pelo totalmente blanco. Da la sensación de vivir bien y ser
de esa gente de bien que decide marcharse al campo. Pruebo el vino, me explica
que no es ecológico, sino biodinámico, lo que significa que hacen una especie
de homeopatía a la tierra, usando sus propios brebajes y sin echar nada
artificial. El vino es fuerte. El primero que pruebo tiene 12 meses en barrica
y parece un vino joven. El año que más, tiene 30000 kgs de uva y la mayoría de
su vino no lo vende aquí: USA, Japón, Italia, Alemania, Francia… este mercado
en España está por desarrollar. Pero me comenta que cada vez hay más gente
buscando este tipo de productos. Es enólogo. Termino comprándole una botella de
cada, incluso del blanco, que está hasta sin filtrar y que él mismo me
recomienda que decante y lo deje un rato hasta que se le vaya el olor a huevos
podridos que tiene. Tengo ganas de llevárselo a mi tío, para que vea cómo hace
la gente dinero.
Mañana
saldré temprano. Ahora estoy, en mi silla, bajo el cenador del patio de atrás,
viendo de nuevo atardecer. El valle está cubierto de bruma y el sol lo tiñe de
amarillo, naranja, fucsia, hasta que se esconde tras las montañas. Tengo que
volver a este sitio para poder patear por la zona y conocer a algún otro Ramón
que me cuente su historia y me haga seguir dando vueltas a la idea de que en
los pueblos se vive mejor.
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